[…] Probablemente, no existe una mujer viva que no sepa lo que es sentirse incesante y perturbadoramente interrumpida, ninguneada e ignorada.
Tanto en casa como en la escuela, los adultos animan a los chicos a compartir sus opiniones con mayor libertad y a exponer verbalmente ideas complejas. Por ejemplo, los profesores formulan preguntas más abiertas a los chicos y los miran directamente mientras lo hacen. Cuando hablan alto en clase, cosa que hacen con una frecuencia ocho veces superior a la de las chicas, no se les reprende con tanta frecuencia ni se les pide tanto que levanten la mano antes de hablar. En uno de los análisis más detallados sobre la dinámica de clases llevado a cabo hasta la fecha, la profesora Allyson Jule, de la Universidad Trinity Western, en la Columbia Británica, descubrió que los chicos hablan entre nueve y diez veces más. Su trabajo, que examina la construcción de género en el discurso de la primera infancia, confirma descubrimientos más tempranos según los cuales, en las aulas occidentales, los adultos permiten que los chicos consuman un espacio verbal cinco veces superior mediante, afirma, “señales imperceptibles de prevalencia sobre las chicas”. Las observaciones de niños en los parques infantiles también demuestra que a pesar de un más temprano dominio del lenguaje por parte de las chicas, a los seis años, los chicos dominan la conversación con el estímulo adulto.
Las notas superiores de las chicas en la escuela se vinculan tanto a ser “buenas”, esto es, silenciosas, como al dominio de las materias. Esta sumisión sitúa a las chicas y a las mujeres en desventaja en la universidad y en el trabajo, donde el discurso imperativo es un elemento de competencia, autopromoción y competitividad. UN estudio realizado entre los estudiantes de Harvard descubrió que los chicos hablan al menos tres veces más que las chicas. Otro reveló que las mujeres tienen un 50% menos de probabilidades de hablar en las clases de Derecho.
En grupos mixtos, los hombres tienden a acaparar un desmesurado “espacio verbal”, y sin embargo los estereotipos siguen retratando a las mujeres como cotorras. Tanto hombres como mujeres son más propensos a interrumpir y anular a las chicas y a las mujeres en mayor medida que a los chicos y a los hombres. Esto ocurre incluso en películas y programas de televisión, donde los actores masculinos participan de un discurso más imperativo y se apropian de un espacio de pantalla y un porcentaje de diálogo dos veces superior al de las mujeres.
(Soraya Chemaly. Enfurecidas. Editorial Paidós. Barcelona. 2019)