El cerdo que quería ser jamón
Tras cuarenta años de vegetarianismo, Max Berger se disponía a participar de un banquete de salchichas de cerdo, jamón, bacon crujiente y pechugas de pollo a la plancha. Max siempre había echado de menos el sabor de la carne, pero sus principios eran más fuertes que sus ansias culinarias. Sin embargo, ahora era capaz de comer carne sin cargo de conciencia.
El jamón, el bacon y las salchichas procedían de una cerda llamada Priscilla a la que había conocido la semana anterior. Había sido genéticamente diseñada para poder hablar y, lo que es más importante, para querer que se la comieran. Priscilla había deseado toda su vida acabar en una mesa, y el día de su matanza se despertó toda esperanzada. Le había contado todo esto a Max justo antes de dirigirse presurosa al confortable y humano matadero. Después de escuchar su historia, Max pensaba que sería irrespetuoso no comérsela.
El pollo procedía de un ave genéticamente modificada que había sido “descerebrada”. En otras palabras, vivía como un vegetal, sin conciencia de sí mismo, del entorno, del dolor o del placer. Por consiguiente, matarlo no era más cruel que arrancar una zanahoria.
Pese a todo, cuando le pusieron delante el plato, Max sintió un amago de náusea. ¿Se trataba de un simple acto reflejo, provocado por una vida de vegetarianismo? ¿O era el indicio físico de una justificable aflicción psíquica? Sobreponiéndose, cogió el cuchillo y el tenedor…
(Sacado de “El restaurante del fin del mundo”. Anagrama. Barcelona. 2005)
La preocupación por el bienestar de los animales no es exclusiva del pequeño porcentaje de vegetarianos. Esto no debería sorprendernos, pues, si se tratase solo de matar, los vegetarianos no aplastarían moscas ni exterminarían ratas, lo que muchos, aunque desde luego no todos, hacen de buen grado.
Existen dos motivos principales para mantener que es reprobable criar y matar ciertos animales. En primer lugar, las condiciones en que se tiene a los animales. El problema estriba aquí en el supuesto sufrimiento en vida del animal, más que en el hecho de su muerte. En segundo lugar, el propio acto de matar, que pone fin a la vida de un ser que podría tener un futuro digno.
La primera cuestión puede abordarse simplemente asegurándonos de que el animal goza de buenas condiciones. Mucha gente preocupada por el bienestar de los animales comerá, no obstante, carnes como aves y cordero de corral, que no pueden criarse intensivamente.
Sin embargo, sigue pendiente la segunda razón fundamental para el vegetarianismo: la objeción al acto de matar. Pero ¿qué ocurriría si pudiésemos crear animales no interesados en su supervivencia, simplemente por poseer tan poca conciencia como una zanahoria? ¿Qué habría de malo en privarlos de una existencia de la que jamás fueron conscientes?
¿Y si el animal quisiera realmente que se lo comieran, como el porcino imaginado por Douglas Adams en El restaurante del fin del mundo?
Al protagonista de esa novela, Arthur Dent, le horrorizaba la sugerencia, que describía como “lo más repugnante que he oído”. Muchos compartirían su repulsión. Pero, como objetaba Zaphod Beeblebrox a Dent, ¿no será con toda seguridad “mejor que comerse un animal que no quiere que se lo coman”? La respuesta de Dent no parece sino un ejemplo de esa aversión espontánea que se siente al enfrentarse a algo que no parece natural, aun cuando no plantee problemas morales. Los trasplantes de órganos y las transfusiones de sangre parecían monstruosos cuando se concibieron por primera vez, pero, cuando nos acostumbramos a ellos, desaparece la idea de que son moralmente reprobables salvo para algunas sectas religiosas.
Se puede hablar de la dignidad de los animales o del respeto del orden natural, pero ¿cabe sugerir seriamente que la dignidad de la especie de los pollos se ve socavada por la creación de una versión descerebrada? ¿No es completamente digna la muerte de Priscilla? ¿Y no trastoca de todos modos el orden natural la propia agricultura biológica, que selecciona y produce variedades para que crezcan de forma masiva? En resumidas cuentas, ¿existe alguna razón de peso para que los vegetarianos de hoy en día no compartan mesa con Max en cuanto el menú de este llegue a ser una realidad?
Cuando nadie gana
El soldado raso Sacks estaba a punto de hacer algo terrible. Le habían ordenado violar y luego matar a la prisionera, que sabía que no era más que una civil inocente de la etnia equivocada. En su mente no albergaba ninguna duda de que se trataría de una horrenda injusticia; de hecho, sería un crimen de guerra.
Pero, reflexionando rápidamente sobre ello, sintió que no tenía otra elección. Si obedecía la orden, podría hacer que aquel calvario fuese lo más soportable posible para la víctima, asegurándose de que no sufriera más de lo imprescindible. Si desobedecía la orden, le ejecutarían y violarían y matarían de todos modos a la prisionera, pero probablemente con más violencia. Lo mejor para todos era seguir adelante.
Su razonamiento parecía suficientemente claro, pero, desde luego, no le dejaba la conciencia tranquila. ¿Cómo podía ser lo mejor tratándose de algo tan abominable?
“Si yo no lo hago, otro lo hará” resulta, en términos generales, una débil justificación para las malas obras. Uno es responsable de sus malas acciones, con independencia de si otros las habría cometido de todos modos. Si ves un coche deportivo descapotable con las llaves en el encendido, te montas y te lo llevas, tu acción no deja de ser un robo simplemente porque otro haría lo mismo antes o después.
En el caso de Sacks, la justificación es sutilmente diferente en un sentido relevante. Lo que él dice es: “Si no lo hago yo, lo hará otro con consecuencias mucho peores”. Sacks no se limita a resignarse a lo malo que se avecina; trata de asegurarse de que ocurra lo mejor posible o lo menos malo.
Normalmente parecería perfectamente moral hacer lo que podamos para evitar todo el daño posible. Lo mejor que puede hacer Sacks es salvar su propia vida y hacer lo menos dolorosa posible la muerte de la prisionera. Pero este razonamiento le lleva a participar en una violación y un asesinato, y es obvio que eso jamás puede ser lo moralmente correcto.
Cuesta resistirse a la tentación de imaginar una tercera posibilidad: limitarse a disparar a la prisionera y a sí mismo. Pero es preciso resistirse, pues en un experimento mental controlamos las variables, y en este caso la pregunta es qué debería hacer si las dos únicas posibilidades son ejecutar la orden o negarse a hacerlo. Si establecemos el dilema en estos términos es justamente para obligarnos a encarar directamente el problema moral, no para pensar el modo de sortearlo.
Algunos sostendrán que hay ocasiones en las que es imposible hacer lo correcto. Resulta reprobable tanto hacer algo como no hacerlo; la inmoralidad es inevitable. En tales circunstancias, deberíamos optar por lo menos malo. Ello nos permite afirmar al mismo tiempo que Sacks hace lo mejor que puede y que obra mal. Pero esta solución se limita a suscitar un problema diferente. Si Sacks hizo lo mejo que podía hacer, ¿cómo culparle o castigarle por lo que hizo? Y, si no merece ser culpado ni castigado, seguramente no hizo nada malo.
Tal vez la respuesta sea entonces que es posible que una acción sea mala pero su autor esté libre de culpa. Lo que hizo estaba mal, pero no obró mal al hacerlo. Lógicamente resulta consistente. Ahora bien, ¿refleja la complejidad del mundo o se trata de una contorsión sofística para justificar lo injustificable?
La alternativa pasa por sostener que el fin no justifica los medios. Sacks debería negarse. Morirá y la prisionera sufrirá más, pero se trata de la única opción moral a su alcance. Puede que Sacks preserve de este modo su integridad, pero ¿es ese un fin más noble que el de salvar vidas y aliviar el sufrimiento?
Error de la banca a su favor
Cuando Richard fue al cajero automático, tuvo una sorpresa muy agradable. Solicitó 100 libras con recibo. Lo que obtuvo fueron 10.000 libras con un recibo por valor de 100 libras.
Al llegar a casa, comprobó su cuenta en Internet y se encontró con que, en efecto, solo le habían cargado en su cuenta 100 libras. Puso el dinero a buen recaudo, convencido de que el banco advertiría enseguida el error y le solicitaría la devolución. Pero pasaron las semanas y nadie llamó.
Transcurridos dos meses, Richard concluyó que nadie iba a reclamarle el dinero, así que se dirigió al concesionario de BMW con la cuantiosa suma para la entrada en el bolsillo. No obstante, por el camino tenía un sentimiento de culpa. ¿No estaría robando? Se las arregló para convencerse rápidamente de que no era así. No había cogido el dinero de forma deliberada, sino que se lo habían dado. Y no se lo había cogido a nadie, luego no se trataba de un robo. En cuanto al banco, para ellos era una gota en el océano y, en cualquier caso, estarían asegurados contra tales eventualidades. Y si habían perdido el dinero era culpa suya, por no haber contado con sistemas más seguros. No, aquello no era un robo. Era solo el mayor golpe de suerte que jamás había tenido.
No conozco a nadie que, al coger en el Monopoly la tarjeta de “error de la banca a su favor, cóbrese 200 libras”, devuelva el dinero a la banca porque no es realmente suyo. En la vida real, sin embargo, cabría esperar que una persona honesta hiciera justamente eso. Pero ¿cuánta gente lo haría? Creo que no mucha.
No es que la gente sea lisa y llanamente inmoral. De hecho, en tales casos establecemos distinciones bastante sutiles. Por ejemplo, si recibimos por error un cambio excesivo en un negocio pequeño e independiente, es más probable que advirtamos del error que si este lo comete una gran corporación. Parece regir el principio de que está mal aprovecharse de los errores del prójimo, pero es legítimo en el caso de las grandes empresas. Probablemente esto se deba en parte a que sentimos que a nadie le perjudica en realidad el error de una gran empresa, para la que la pérdida resulta insignificante en comparación con nuestro beneficio. Curiosamente, nuestra disposición a quedarnos con el dinero se ve avivada en parte por un peculiar sentido de la justicia.
Pero, aunque concluyamos que se trata de una forma de robo justificable, no deja de ser un robo. El hecho de quesea fruto de un accidente, sin intención de robar, es irrelevante. Por ejemplo, imaginemos que cogemos por error la maleta de otro en la cinta de equipajes y luego descubrimos que contiene muchos más artículos valiosos que la nuestra. Si no nos esforzamos en devolverla, la naturaleza accidental de la adquisición inicial no justifica la posterior decisión, muy deliberada, de no hacer nada al respecto. Análogamente, nos molestaría con razón que, en un descuido nuestro, alguien nos cogiera algo valioso, alegando que era culpa nuestra por no prestar la suficiente atención.
La reflexión de Richard de que el banco bien podía permitirse esa pérdida tampoco sirve, pues si eso justifica sus acciones entonces también justifica el hurto en las tiendas. Las tiendas también están aseguradas y un pequeño hurto apenas hará mella en sus beneficios.
La razón por la que a Richard le convencieron tan fácilmente sus propios argumentos estriba en que, como a todos nos sucede, su pensamiento propende al beneficio propio. Las razones que justifican nuestro beneficio se nos antojan más persuasivas. Es muy difícil neutralizar esta tendencia y pensar con imparcialidad. Después de todo, ¿por qué querríamos hacer tal cosa?
La opción de la tortura
Los presos de Hadi parecían resueltos, pero estaba seguro de que podría quebrar su firmeza si proseguí con sus amenazas. El padre, Brad, era el auténtico canalla. Él era el que había colocado la bomba que, aseguraba, mataría a cientos, tal vez miles de civiles inocentes. Solo él sabía dónde estaba la bomba y no lo decía.
Su hijo Wesley no tenía nada que ver con eso. Pero la inteligencia de Hadi le decía que, aunque Brad no cedería a la tortura, casi seguro que lo haría si viese cómo torturaban a su hijo. No inmediatamente, pero más pronto que tarde.
Hadi estaba en un dilema. Siempre se había opuesto a la tortura y probablemente tendría que salir de la habitación cuando esta se aplicase. La inocencia de Wesley no era el único motivo de sus escrúpulos, pero ciertamente los exacerbaba. Pero también sabía que era la única manera de salvar de la muerte y la mutilación a cientos de personas. Si no ordenaba la tortura, ¿estaría condenando a morir a gente solo por sus remilgos y su falta de coraje moral?
Durante muchos años, este tipo de situaciones se consideraban puramente hipotéticas. Las sociedades civilizadas no permitían la tortura. Todo esto cambió con la “guerra contra el terror”, y en particular con el escándalo en torno al trato a los prisioneros en la cárcel iraquí de Abu Ghraib. La discusión no se refería solo a si habían tenido lugar los malos tratos y, en tal caso, quién los había autorizado; se discutía también si estaba necesariamente mal hecho.
El dilema de Hadi es una versión simplificada de una situación en la que pueden verse personas moralmente responsables. Los defensores de la tortura en semejantes circunstancias alegarían que, por terrible que pueda ser, no tienes muchas más opciones que seguir adelante. Por ejemplo, ¿cómo arriesgarnos a tener otro 11-S por negarnos a torturar a una o varias personas? ¿No incurriríamos en una suerte de autoindulgencia moral? Nos mantenemos puros al no hacer el trabajo sucio necesario pero a costa de vida inocentes, y si entendemos las razones de Hadi para ordenar la tortura de Wesley (que, después de todo, es inocente), los motivos para torturar a los culpables son aún más fuertes.
El argumento supone un auténtico desafío para los defensores de los derechos humanos, que han tendido a ver toda tortura como indefendible. Para mantener su posición, pueden adoptar una de estas dos estrategias. La primera es la insistencia en que la tortura es mala por principio. Aun cuando salvase miles de vida, hay fronteras morales que no se pueden cruzar. Esta posición puede ser defendible, pero cuesta sacudirse la acusación de indiferencia ante las vidas de quienes se deja morir en consecuencia.
La otra estrategia consiste en argumentar que, aunque en teoría la tortura puede resultar moralmente aceptable en casos excepcionales, hemos de prohibirla de manera absoluta con el fin de preservar la frontera moral. Si admitimos a veces la tortura en la práctica, será difícil ponerle coto. Es preferible no llegar a torturar cuando es la mejor solución, a torturar alguna vez cuando está mal hacerlo.
Sin embargo, puede que este argumento no le sirva de ayuda a Hadi. En efecto, aunque existan buenas razones para adoptar una regla que prohíba la tortura, Hadi se enfrenta a una situación concreta en la que los beneficios de la tortura resultan evidentes. El dilema que encara no es si debería permitirse la tortura, sino si debería romper las reglas en esta ocasión y hacer lo que no está permitido, con el fin de salvar vidas inocentes. Cabría pensar que no debería hacerlo, pero está claro que no es una elección fácil.
Exigencias racionales
Sofía Maximus siempre se ha sentido orgullosa de su racionalidad. Jamás actuaría conscientemente contra los dictados de la razón. Por supuesto, entiende que algunos de los motivos básicos de la acción (como el amor, el gusto o el carácter) no son racionales. Pero no ser racional no es lo mismo que ser irracional. Preferir las fresas a las frambuesas no es ni racional ni irracional, Pero, dada esa preferencia, es irracional comprar frambuesas si las fresas están al mismo precio.
Sin embargo, ahora mismo está en un aprieto. Un amigo muy inteligente la ha convencido de que sería perfectamente racional hacer explotar una bomba que matará a mucha gente inocente sin ningún beneficio evidente, como salvar otras vidas. Está segura de que tiene que haber algún error en el argumento de su amigo, pero no puede detectarlo racionalmente. Lo que es peor, el argumento sugiere que debería haber explotar la bomba lo antes posible, por lo que no existe la opción de pensarlo más tiempo.
En el pasado siempre le pareció un error rechazar buenos argumentos racionales a favor de corazonadas o intuiciones. Pero, si obedece a la razón en este caso, no puede evitar sentir que cometerá una atrocidad. ¿Debería seguir a sabiendas la senda menos racional, o anteponer la razón al sentimiento y detonar la bomba?
La falta de detalles de este experimento mental puede poner en cuestión su validez. No se nos da a conocer ese diabólico argumento racional que concluye que sería bueno matar a gente inocente. Pero el auténtico problema no es esta vaguedad. Sabemos por experiencia que se ha convencido a la gente con argumentos racionales para hacer cosas terribles. En la Rusia de Stalin y en la China de Mao, por ejemplo, se persuadía a la gente de que lo mejor era denunciar a los amigos inocentes.
Los que se opusieron al empleo de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki aceptarán también que quienes tomaron la decisión lo hicieron, en su mayor parte, basándose en razones que consideraban impepinables.
Pero se objetará, ¿no se trataba en todos estos casos de argumentos incorrectos? Si pudiéramos examinar el argumento que desconcertaba a Sofía, podríamos demostrar sin duda que encierra algún error. No obstante, esto implica asumir que ha de haber algún fallo en el razonamiento. Si creemos que la razón siempre exige lo correcto, podría ocurrir que, en contra de lo que parece, el hacer estallar la bomba fuese bueno, no que el argumento fuese incorrecto. Presuponer que el argumento es incorrecto implica ya elevar una convicción intuitiva por encima de los dictados de la razón.
En cualquier caso, el optimismo en virtud del cual lo racional siempre se alinea con lo bueno es injustificado. Se dice que el problema de los psicópatas no es que carezcan de razón, sino de sentimientos. El filósofo escocés del siglo XVIII David Hume estaría de acuerdo. Escribió que “la razón es y solo debería ser la esclava de las pasiones”. Si la razón se aísla del sentimiento, no deberíamos suponer que conduce siempre hacia el bien.
Aunque esta visión resulte demasiado pesimista y nunca será racional hacer el mal, el problema al que nos enfrentamos es que jamás tenemos la certeza de estar siendo plenamente racionales. A quienes estimaban racional el estalinismo y el maoísmo, la lógica no es parecía defectuosa en absoluto. Sofía es inteligente, pero ¿cómo puede saber si la razón le exige de veras que coloque la bomba o si simplemente no ha logrado detectar el fallo en el razonamiento? Una cosa es creer en la soberanía de la razón y otra muy distinta creer en la capacidad humana de reconocer siempre las exigencias de dicha soberanía.
(Julian Baggini. El cerdo que quería ser jamón. Editorial Ático de los libros. Barcelona. 2024)