En España, en cuestiones educativas, todo cambia cada quinquenio. Mudamos de ley educativa a un ritmo de cinco años. Cada Gobierno ha impuesto la suya, a veces incluso antes de que la anterior norma se hubiera implementado completamente: LGE, LOECE, LODE, LOGSE, LOPEG, LOCE, LOE, LOMCE, LOMLOE…Pero la verdad es paradójica y se esconde tras el velo de las apariencias. En principio, todo parece indicar que estamos incapacitados para alcanzar un pacto educativo. Pero la falta de consenso y las sucesivas reformas son un trampantojo para que todo siga como está. La verdad es que en España, desde hace mucho, existe un acuerdo tácito en materia de educación. La cuestión religiosa, las lenguas cooficiales y la Educación para la Ciudadanía pueden parecer asuntos ideológicos de primer orden que impiden el consenso. Pero no lo son, porque, en esencia, el modelo de escuela que promueven las diferentes leyes educativas es el mismo: el propuesto por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio. Estos organismos son los que diseñan los criterios son los que los Estados evalúan el aprendizaje.
El famoso informe del Programa para la Evaluación Internacional de los Estudiantes, conocido como “informe PISA”, que lleva a cabo la OCDE, no se limita a medir, sino que promueve un determinado modelo de educación y orienta todas las reformas educativas a las exigencias del mercado. PISA no mide la enseñanza por los conocimientos adquiridos, sino por las competencias necesarias para ocupar los puestos de trabajo que el sistema productivo demanda. PISA no promueve la formación de ciudadanos cultos, libres y activos, sino productores y consumidores pasivos con capacidad para adaptarse a las necesidades de la economía global. PISA no evalúa una racionalidad crítica con la que entenderse a uno mismo y al mundo, sino una racionalidad técnica, calculadora y burocrática con la que generar los medios más eficaces para satisfacer los fines que dicta el mercado.
Nuestras escuelas han olvidado su origen y su finalidad para terminar convertidas en empresas que venden pasaportes de entrada al mundo laboral. Debemos recordar que fue Jules Ferry quien inventó la escuela pública, gratuita y obligatoria, y que la concibió como una prolongación de la revolución republicana, convencido de que la auténtica democracia no puede existir sin una ciudadanía competente que la sostenga. Con Ferry, la educación del ciudadano se convirtió en un deber de la democracia para con sus jóvenes y en una obligación de estos para con la democracia.
El objetivo de la educación republicana no es formar trabajadores para los mercados, sino ciudadanos cabales, con altos ideales éticos, que hayan desarrollado todas sus capacidades físicas, espirituales e intelectuales para la democracia. De ahí el papel fundamental que tiene la ética en la educación republicana, ya que esta disciplina no solo ayuda a entender quiénes somos, sino que nos muestra las formas más elevadas de humanidad y nos invita a traspasar nuestros propios límites. Es imposible educar las virtudes ciudadanas desde una escuela que, como la nuestra, desprecia la ética y aboga por formar productores de mercancías, competentes laboralmente pero incapaces para ejercer la ciudadanía, sin un mínimo de espíritu crítico, sin una conciencia moral autónoma para discernir los valores más elevados y los principios éticos fundamentales, sin gusto estético para emocionarse ante la belleza, la justicia o el bien, y discapacitados para el tipo de diálogo que la democracia exige.
Si el fin de la escuela va a ser tan solo el de formar los perfiles profesionales que demandan las grandes corporaciones, entonces, quizá, debiera de dejar de ser pública, gratuita y obligatoria. Bajo estas premisas pedagógicas sería más lógico que Amazon se pagase la formación de sus futuros trabajadores. Las sucesivas leyes educativas no han hecho otra cosa más que despojar a los jóvenes de la educación ciudadana, para ser instruidos en la capacitación industrial. Se les han arrebatado las artes liberales para condenarlos a las artes serviles, y así, la libertad se ha comenzado a definir como servidumbre voluntaria, la igualdad como mediocridad y la fraternidad como un lastre que te impide avanzar.
(Eduardo Infante. Ética en la calle. Editorial Ariel. Barcelona. 2025)